1904-1944, Fonda Campo, El primer restaurante de Dos Hermanas
martes, 27 de agosto de 2024
Lectura del artículo
Me extraña que no se haya dedicado nunca en esta Revista Cultural un artículo a la Fonda Campo, que permaneció abierta en Dos Hermanas cuatro décadas: entre 1904 y 1944. Mencionada continuamente en mis entrevistas con los mayores pero sin referencias escritas, decidí aventurarme yo mismo. Será solo una pincelada y, además, incompleta. Habiendo fallecido ya todos los protagonistas de esta historia, mi principal fuente oral ha sido Ana López Gómez, una señora cuya amabilidad y simpatía es directamente proporcional a los años que va cumpliendo. Pronto llegará a ser centenaria. Nació en 1923 y fue la esposa de José Campo Moreno, hijo del matrimonio que dirigió la fonda: José Campo Benítez y Josefa Moreno Rosals. Deben quedar pocas personas en Dos Hermanas que hayan conocido en primera persona aquel peculiar establecimiento. Que posadas y fondas han existido en Dos Hermanas antes que esta, nadie lo duda. Nuestro pueblo, sobre todo desde la llegada del ferrocarril, fue lugar de paso de viajeros y comerciantes que necesitaban hacer noche aquí. Sin embargo, «Pasaje Campo, Fonda y Café» (como rezaba en un gran letrero en la fachada, frente a los calabozos de la calle Real) inaugura una nueva etapa en la hostelería nazarena. No solo fue considerada, por los propios clientes que la frecuentaban, como «una fonda de postín», sino que añadió una gran novedad: no ofrecía cualquier comida para salir del paso. Allí se comía realmente muy bien. Era de esos lugares a los que apetecía regresar. Me atrevería a decir que Fonda Campo es el primer restaurante de la historia de Dos Hermanas. O, haciendo uso de la terminología afrancesada de la época, Fonda Campo fue un «restaurant». De hecho, una crónica publicada el 19 de mayo de 1915 en «El Correo de Andalucía», que relata un banquete ofrecido allí en honor a Manuel Andrés Traver, ya califica como «restaurant» el establecimiento de José Campo: «El brillante triunfo alcanzado en el Certamen de los Juegos Florales por el reputado facultativo y médico titular de Dos Hermanas, don Manuel Andrés Traver, ha llenado de júbilo al vecindario del referido pueblo que por el entrañable afecto que le profesa ha considerado como propio el éxito de nuestro estimado amigo.
En su honor ha sido entusiastamente organizado un espléndido banquete al que han concurrido todas las autoridades locales y una nutrida representación de las diversas clases sociales sin distinción de partidos políticos.
El acto tuvo lugar en el restaurant del señor Campo, quien acreditó una vez más en el exquisito menú sus espléndidos conocimientos culinarios…». Su fama se propagó de tal manera que alcanzó Sevilla, desde donde se desplazaban familias enteras (se entiende que pudientes o señoritos) sólo para degustar sus menús o para organizar glamurosos banquetes. Para ir resumiendo y dar ya algún titular: la Fonda Campo era un auténtico negociazo. Además de la fama nacida de sus fogones, confluían otros dos ingredientes fundamentales para el éxito. El primero: gozaba de una extraordinaria ubicación. Estaba en la calle principal, entre el Ayuntamiento y la iglesia de Santa María Magdalena, y a cinco minutos de la estación de trenes de El Arenal. Concretamente, su dirección era calle Alfonso XIII, número 2. Para los jóvenes que nos lean hoy, un siglo después, la Fonda Campo se encontraba en el arranque de la calle Nuestra Señora de Valme, donde hoy existe una sucursal del BBVA. Años después del cierre de la fonda, durante el franquismo, el edificio fue la sede de Falange Española y de las JONS. El otro ingrediente al que me refería más arriba es una sutileza que coquetea con la publicidad. Me refiero a la modernísima manera de mostrar la fonda como un elemento de distinción, ese que hace al cliente desear comer allí y no en otro sitio: sus menús, colgados en un cartel en la entrada, no eran una simple pizarra mostrando la comida del día. Eran una verdadera estrategia de marketing (aunque entonces no se estilaba ese anglicismo): si exquisita era la comida, más exquisita era la manera de venderla. ¿O acaso era normal que en 1921 se ofreciera en el pequeño pueblo de Dos Hermanas (donde proliferaban las tabernas) merluza en salsa tártara, jamón en dulce con huevo hilado, o ternera braseada «a la financier»? ¿Qué establecimiento cubría la mesa del cliente con un mantel de tela o de algodón adamascado y ofrecía servilletas de papel con el nombre de la fonda impreso? Detrás de todo eso carburaba a gran temperatura una mente adelantada: la de José Campo Benítez, del que enseguida hablaremos. Para un establecimiento de restauración con ansias de progreso convenía ir a la moda para captar el interés de la clientela. Y la moda que imperaba entonces (también en Dos Hermanas) era la que llegaba de Francia: hasta en la Romería de Valme se veían los peinados de las muchachas a lo «garçon», tan de moda en París, y en las fiestas de Santiago y Santa Ana de esos felices años veinte se bailó al ritmo del fox-trot y el charlestón. Campo, avispado como nadie, se sumó a la moda, y «afrancesó» los platos de su menú: una sopa de tomate «ilustrada» no era otra cosa que lo que vulgarmente se llamaba en Dos Hermanas a una sopa con un huevo cuajao, mientras que una común tortilla de patatas, salpicada por encima con una exquisita salsa de tomate, multiplicaba su caché al ser adornada con el apellido «Grand Hotel». Tampoco en los postres se olvidaban de «La France». Los quesos eran de Roquefort y de Gruyére y, por supuesto, ¡se servía «champagne»! Chacinas y jamones escogidos de la sierra de Huelva, regados con los mejores vinos de Jerez, formaban también parte de su delicada oferta, así como habanos para después de los postres.
Los Campo llevaban su restaurant donde hiciera falta. Organizaban banquetes e incluso se desplazaban con sus empleados allí donde se precisaba su arte culinario, como una paella «ilustrada» organizada en Los Merinales el 5 de noviembre de 1920 por el diestro Ignacio Sánchez Mejías y que al día siguiente recogía las páginas de «El Correo de Andalucía» con detalles muy jugosos. Obsérvese cómo el periodista (que firma como «J.») califica de «diabluras» los detalles gastronómicos del banquete: «Los numerosos amigos del famoso torero sevillano Ignacio Sánchez Mejías fueron obsequiados por él con un almuerzo de despedida de dicho diestro que, como se sabe, marchará en breve a llevar su arte, todo emoción y dignidad taurina, a tierras americanas. Como vermouth y postre se sirvieron dos vacas; una para abrir el apetito con el ejercicio, y otra para activar la digestión del espléndido menú que el industrial de Dos Hermanas Joselito Campos sirvió admirablemente a base de tortilla, langosta, arroz en una paella, más ilustrada que el enciclopédico y aún que el propio Brageli (pongamos por intelectual), pescado frito y otras diabluras de esas que en casos análogos describe el popular «Galerín» con tal «salsa», aun tratándose de fiambres, que parece que se mascan. Un derroche de vino de la marca Ducal, de Osborne, muy bien bautizado por cierto con ese nombre, por ser realmente vino de próceres (no vaya alguien a creer que se les «bautizó» de otro modo), cognac Fundador y habanos, «cafeses» y, en fin, toda la lira». La crónica continúa con los detalles de los brindis, la lidia de las vacas en la plaza de Los Merinales y el listado de los asistentes (todos de ilustres apellidos); baste con los párrafos transcritos para dejar de manifiesto la extraordinaria calidad de los productos que ofrecía «el industrial Joselito Campos». La gente humilde de Dos Hermanas, la que no podía permitirse esos lujos, también sabía dónde se cocían los mejores pucheros y acudía a la fonda en ocasiones. Cuando había enfermos de tuberculosis en alguna casa, llegaban con un jarrito para que Pepa Moreno, la esposa de José, se los colmara de caldo por dos reales. También acudían a diario decenas de toneleros de los almacenes. Recuerda Anita, nuestra confidente, que una vez, casualmente, entró un grupo de estos profesionales del bocoy para matar el hambre y se les sirvió un aliño. Algo debió gustarles mucho (el aliño, el lugar, el trato…) pues desde ese momento los toneleros fueron a almorzar allí todos los días, convirtiéndose en clientes fijos.
Abierta entre 1903 y 1904 por Antonio Campo Corrales (nacido en Umbrete en febrero de 1850), la fonda ocupaba el antiguo almacén de aceitunas de Brígida García, quien ya a finales del XIX también regentaba aquí un «Parada y Fonda» en cuya puerta se registraba gran trajín de coches de caballos, ya que funcionaba además como cosario. Me cuenta Anita que Antonio Campo y su esposa María Benítez (nacida el 13 de agosto de 1860 en Los Palacios) vivían en el pueblo vecino y decidieron trasladarse a Dos Hermanas en un año sin precisar de finales del siglo XIX. El matrimonio compró una casa a cada uno de sus tres hijos (Francisco, nacido en 1878; José, en 1880; Dolores, en 1885) y quiso ofrecerles, además, un negocio con el que sustentaran sus vidas. Francisco (casado en Dos Hermanas en 1901 con Carmen Ocaña, natural de Brenes) creó una fábrica de jabones en la calle Real Utrera, cerca de la actual barriada de El Chaparral. El padre montó la posada y fonda con la intención de que otro de sus hijos, José, se hiciera cargo de ella con el tiempo, como así sucedió tras su muerte. Por su parte, a la hermana pequeña, Dolores, le instaló un sorprendente negocio que, al igual que la fábrica de jabones de su hermano, tuvo una existencia efímera: ¡una tetería para señoras! De gusto muy afrancesado también, da la impresión de que la sociedad nazarena no estaba preparada para un establecimiento de reunión de mujeres, que sí proliferaban en París. La primera tetería de la historia de Dos Hermanas estaba situada en la calle Real esquina con calle San Rafael, muy cerca por tanto de la fonda. De los tres negocios ideados por Antonio Campo para sus hijos, pues, solo uno alcanzó el éxito: la fonda.
El momento de esplendor de Fonda Campo se produce hace un siglo: en los años veinte. No había forastero o comerciante de paso que no hiciera una parada para almorzar en su fresco salón interior. «¿Dónde se puede comer un buen cocido en este pueblo?», inquirían los viajeros. Y todo el mundo sabía qué lugar recomendar: aquel que no defraudaba ni a los más delicados paladares. Además de las comidas, en la planta superior se ofrecían cómodas habitaciones para quien hiciera noche en el pueblo, sobre todo viajeros, comerciantes, diteros y gente de paso. Años después, en 1935, vemos a la fonda citada en un anuncio de «ABC» como el lugar donde los herniados de Dos Hermanas fueran reconocidos gratuitamente mediante el «Método Danon» por el Instituto Herniológico de Barcelona. Estos viajantes, que cada día visitaban un pueblo, sin duda eligieron la fonda, previo acuerdo con Joselito Campo, como lugar céntrico y de referencia donde recibir potenciales clientes. Dos años más tarde, en 1937, la fonda fue ocupada casi en su totalidad por los soldados italianos, aliados de Franco, que durante unos meses de la guerra se acuartelaron en Dos Hermanas como tropas de apoyo. Comían y dormían en la fonda sufragados por el ejército nacional. Gracias a una memorable confusión en la prensa sevillana hemos obtenido jugosos datos de la fonda. En octubre de 1913 entró en ella el famoso reportero gráfico sevillano Juan Barrera. Según cuenta en su crónica, publicada en el diario «Fígaro» el 22 de octubre de 1913, «cierto desacreditado periódico» informó que el tercer domingo de octubre, día 19, se celebraría una romería en el pueblo. Al llegar a la estación y corroborar que no había ambiente de romería (el Valme no volvería a retomarse hasta 1916), el reportero se sobrepuso a la irritación del viaje baldío, decidió aprovechar las circunstancias y comenzó un paseo que le llevó, partiendo del paseo de Federico Caro (hoy, El Arenal) por la calle Alfonso XIII (actual Nuestra Señora de Valme). Preguntando dónde comer, acabó entrando en la Fonda Campo: «Descansé en el amplio y agradable salón café de la fonda de la viuda e hijos de A. Campo. Salón que recuerda las amplias bodegas del siglo XVI, con sus fuertes columnas, sus vetustas puertas que, cerradas, dejan el local en grata penumbra y abiertas permiten una invasión esplendorosa del sol». El lugar le pareció tan agradable, con sus columnas y su «grata penumbra», que terminó degustando lo que allí se le brindaba. Lo más sorprendente de la crónica es que acabamos enterándonos de la diferencia que había entre comer pescado en Dos Hermanas y en Sevilla, comparación en la que salía beneficiado nuestro pueblo: «Departiendo con el simpático Sr. Campo, que dirige la marcha de la casa, pasé un rato instructivo. Bueno es que se divulgue lo que aprendí. Conveniente será que lo sepan todos los vecinos de Sevilla, explotados inicuamente en lo que más útil y necesario hay para su salud: la alimentación. Así como en Sevilla se recibe el pescado no se sabe cuánto tiempo después de cogido en el mar y se guarda luego en la célebre cámara frigorífica, de donde sale a los cuatro o cinco días o cuando a su dueño le conviene, convertido en estopa, sin jugo y sin el sabor del pescado fresco, en Dos Hermanas, a 25 minutos de nuestra ciudad, se come el pescado cogido en el día». Es así cómo nos enteramos, un siglo después, de que en nuestro pequeño pueblo (de poco más de 10.000 habitantes) se comía pescado de tres lonjas distintas (Málaga, Cádiz y Sanlúcar), que llegaban por tren y por el río (desde Coria) y que era de mejor calidad que el consumido en Sevilla, no tanto por el sistema de transporte sino por la ausencia en Dos Hermanas de cámaras frigoríficas, que obligaban a venderlo en las horas posteriores de su llegada. También hace referencia Barrera a la leche y la carne consumidas en el pueblo: «Sirviéronmelo en la fonda expresada y creyendo no comerlo porque a no gustarlo siquiera me impelía el recuerdo del insustancial o mal oliente pescado que se expende en Sevilla, lo probé y lo consumí todo y aún pedí más. Allí se recibe pescado fresco a las cuatro y cuarenta minutos de la tarde procedente de Málaga, a las seis de la tarde procedente de Cádiz y a las cinco de la mañana que llega de Sanlúcar por Coria del Río. Y como se recibe el pescado en abundancia y no hay cámaras frigoríficas donde conservarlo y tomarlo fibroso y seco, igual que la estopa, se vende barato. La carne es también fresca, tierna y jugosa y en cuanto a la leche no hay punto de comparación con la que se expende en Sevilla». Termina la crónica alabando el servicio esmerado de la casa y «el celo de los dueños», acompañándola de una foto, que él mismo toma con su cámara, en la que aparece la familia Campo sentada a una mesa con las columnas del salón detrás.
La descripción que Barrera hace del interior de la fonda en 1913 no debía diferir mucho del dibujo que Ana López nos hace de sus recuerdos de infancia, correspondientes a quince años después. Tras una puerta con vidrieras en la entrada, en la que solían colocarse carteles anunciadores de las fiestas de Santiago y Santa Ana o de las corridas de toros que se celebraban en Dos Hermanas, el cliente accedía a un salón roto en su parte central por gruesas columnas, donde había un velador redondo y sillas de caoba de tonel. Tras un pasillo, a la izquierda se ubicaba la cocina y a la derecha un patio con naranjos y una taberna interior, sin acceso al público, donde José Campo almacenaba los jamones y la chacina que compraba en la Sierra de Aracena. Al fondo había un lavadero y un almacén, donde se guardaban bocoyes con vinos de Jerez. En la planta superior se ubicaban las habitaciones de huéspedes (todas con ventana y balconcito a la calle Real) y un cuarto de baño con agua. También se encontraba arriba, separada de la zona de huéspedes, la vivienda familiar, con sala de estar con mesa de camilla y dormitorios. Ya situados en los años veinte, hablemos ahora de los verdaderos artífices de este próspero negocio.
A la muerte del ya mencionado Antonio Campo, se hacen cargo del negocio su viuda, María Benítez, y sus hijos: primero Francisco y más tarde el matrimonio formado por su segundo hijo, José Luciano Campo Benítez (los más íntimos lo llamaban «Joselón» o «El Gordo») y su esposa, Josefa Moreno Rosals, nacida en Dos Hermanas aunque de ascendencia manchega por vía paterna y catalana por la materna. El matrimonio tuvo seis hijos, de los que sólo sobrevivieron tres: Antonio, Tomás y José. Todos nacieron en la misma fonda. De la época de novios de José y Pepa, me atrevo a transcribir una carta, escrita por él con prodigiosa caligrafía en torno al verano de 1906, que sonroja al lector por su inocente y enamorado mensaje y que además nos desvela unas importantes obras en la fonda, que debían hacerse de noche, tras el cierre del establecimiento en torno a la una de la madrugada:
«Querida Pepa: Esta noche será fácil no pueda ir a verte pues se está haciendo una faena en el café que no se puede empezar hasta la una durando hasta el amanecer; anoche me la pasé en vela y esta noche también y quizás mañana, de manera que ya hasta que no pase Santiago no podré estar a tu vera, así es que te mando mi último retrato para que te recrees y veas lo retotolludo que estoy a pesar de no comer más que sandías y melones desde que empezó el verano. Anoche te vi cuando ibas con Anita y cuando me asomé a verte ibas muy retirada; como pueda dar una escapadita esta noche temprano de 10 a 11 iré a estar un ratito contigo, tengo que darte una noticia de bastante interés. Soy tuyo siempre, José»
Desconocemos qué noticia sería esa; quizá le expresara su deseo de pedirle en breve la mano. Se casaron el 9 de junio de 1910. Ella tenía 24 años (nació el 2 de marzo de 1886 a las 2 de la madrugada) y él 30. Para los amantes de lo numerología, la fecha de nacimiento de Josefa está marcada por el número dos, y la de José (que nació en Los Palacios) está llena de ochos: 8 de enero de 1880 a las 8 de la mañana, según rezan sus respectivas partidas de nacimiento. José atendía a la clientela y se encargaba de que no faltaran las provisiones. Pepa asumía la supervisión del trabajo de lavanderas y criadas y la dirección de la cocina. Sus magistrales recetas, con una original forma de cocinar el huevo (como su famoso «solomillo y jamón en dulce con huevo hilado»), eran el gran reclamo de la fonda. Pepa era una mujer muy educada y querida en Dos Hermanas. También poseía la virtud del ahorro. En una cuenta aparte apuntaba los reales que ganaba por ofrecer caldo del puchero a los clientes más pobres. Con ese dinero se compraba «sus joyitas». Era uno de los nueve hijos de Tomás Moreno Arroyo, un militar manchego (nacido en La Solana, Ciudad Real, en 1836) que combatió en Cuba (después trabajó como capataz en una finca cercana a Ibarburu) y de la catalana (nacida en Manresa en 1849) Josefa Rosals y Boch (conocida por «Ignacia» a pesar de que el nombre en su partida de nacimiento era Josefa), hija de Ignacio Rosals, un impresor catalán (tenía una librería en Barcelona, llamada «Nuestra Señora de los Ángeles») que al enviudar de su esposa, Magdalena, vino a Sevilla, donde abrió una tienda de encajes y adornos de plata, en calle Tetuán. Pero esa es otra bella historia digna de contar en otra ocasión. De José Campo nos cuentan que era un señor de fuerte carácter («cuando se enfadaba era un toro de Miura», recuerda su nuera), dueño de una exquisita caligrafía (en una caja de mantecados de Rute se conservan algunos de sus cuadernos de adolescente, entre ellos la transcripción de artículos taurinos aparecidos en la prensa, como el que narraba la muerte de «El Espartero») y gran amante de los toros. Anita, como si hubiera ocurrido ayer, nos relata esta divertida anécdota que nos acerca al genio de José: «Un domingo que se llevó a sus hijos a La Maestranza, llamó al aguador porque tenían sed. Al llegar el aguador y acercarle el vaso de agua, lo cogió el señor que estaba sentado en la fila de delante. José sacó el bastón y le pegó con él por quitarle el agua a sus hijos». Entre sus cualidades estaba una exacerbada protección de su familia («con su gente perdía pie») y la innegociable fidelidad hacia sus amigos. La familia conserva algunas de sus pertenencias, como un reloj de oro.
Entre otros documentos y fotografías aparece un bono de tren que en 1914 compró con algunos amigos del pueblo (Antonio Chacón, José Muñoz, Manuel Valera y el médico Manuel Andrés Traver, quien más tarde sería alcalde) con el que tenían acceso a todos los ferrocarriles de España (sobre todo frecuentaban los que iban a Madrid) para asistir a corridas importantes.
Otra gran amistad labró José con Carlos Pickman, aristócrata sevillano (era hijo del Marqués de Pickman, título que él heredaría más tarde, en 1935) que traía a sus amigos a comer a la fonda y que una vez pagó lo que debía «con una vajilla de la Cartuja y un caballo». Eran tan íntimos Carlos y José que protagonizaron curiosas aventuras, reveladas en parte por el contenido de cartas y postales (algunas a mano, otras mecanografiadas) escritas por Pickman entre 1911 y 1916 en las que relataba sus andanzas, penas y alegrías y franqueaba a su íntimo amigo a Dos Hermanas con las siguientes señas: «Joselito Campo. Fonda. Dos Hermanas. Provincia de Sevilla. España». He tenido acceso a este revelador epistolario remitido desde diversos puntos del planeta, como Philadelphia, Washington, Nueva York, Detroit, Canadá, India, París, Bruselas, Tánger, Cuenca o Pamplona, países y ciudades que el aristócrata sevillano visitaba por placer o por obligaciones de los negocios familiares. En alguna de ellas, en las que Pickman pedía a su amigo favores para ocultar problemas con acreedores o incluso con su padre, Guillermo Pickman, se puede leer al final la siguiente orden: «Rómpela». Cosa que José Campo no hizo, ya que están junto al resto en la citada caja.
La fonda cierra en un momento que no hemos podido precisar de 1944. Según me cuenta Ana, su suegro proveía de pan a algunos comercios de Sevilla y a clientes particulares. Un mal día de la posguerra, en plena crisis por la escasez de trigo, faltó el pan y José no pudo facilitárselo a unos clientes forasteros que lo solicitaron. El famoso «restaurant», donde apenas veinte años atrás se había derrochado el marisco, el pescado frito y el solomillo y se obsequiaba a los clientes con habanos… no tenía ni para ofrecer pan. Ese día, José lloró de impotencia y decidió echar el cierre a la Fonda Campo. Quede para el recuerdo este artículo.
NOTA FINAL: José Campo falleció el 25 de julio de 1960 a los 80 años. Josefa Moreno, el 5 de marzo de 1967 a los 81 años.
Autor: David Hidalgo Paniagua. Artículo publicado en la Revista Cultural de Feria de Dos Hermanas de 2019, (FONDA CAMPO (1904-1944): EL PRIMER «RESTAURANT» DE DOS HERMANAS).